Todo sucede en unas horas. La vida cambia de secuencia o escenario cuando ésta se reconoce distinta. Y sucede. A todos nos ha sucedido alguna vez. Alguna vez sentimos por primera vez que vemos menos. No sabemos si de cerca o de lejos, tal vez, ni de cerca ni de lejos. Otros, una vez cumplidos ciertos años se acercan y se alejan el objeto para poder enfocarlo. Y no lo ven. Todos ellos somos nosotros.
Las personas nacemos con una vista que se deteriora por causas ajenas a nuestra voluntad la mayor parte de las veces. La peor situación de todas es la que no tiene cura. Esa enfermedad silenciosa que acaba haciéndonos reconocer que ni con la mejor corrección posible podemos distinguir algo, que no hay operación, ni gafas, ni gotas, nada que nos devuelva la vista. Y sucede. Esto también sucede. Poco a poco asistimos al espectáculo que nos brinda la vida cuando al contemplar aquello que nos hacía ver bien el objeto, de pronto no está, desaparece, se ve borroso, se ve a través de una nube, no se distingue, no se puede leer.
Al pasar varios diagnósticos, varias pruebas que determinan lo que vemos nos dicen que no vamos a ver más, que poco a poco, en meses o en años, perderemos la vista. Y sucede. Esto también sucede.
Entonces, empezamos a indagar y ya tenemos título. Somos discapacitados visuales, vemos menos pero no somos ciegos. En la misma contradicción, el informe dice que somos ciegos legales pero que podemos manejarnos con los restos visuales. Y sucede.
En esa sucesión de acontecimientos nuestra mente tiene que encontrar dónde empieza la tragedia y cuándo acaba el duelo porque ésto no ha hecho nada más que empezar. Día a día, mes a mes, la persona obtiene de la realidad en imágenes cada vez menos mensajes. Los pocos que distingue le hacen considerarse distinto y cuanto menos minusválido ante esta sociedad que no está acostumbrada a ponerse en los zapatos del prójimo. No sabemos que no se pueden leer carteles hasta que sin gafas no somos capaces de leer lo que pone. No podemos ser suficientemente solidarios si una persona ciega va a cruzar porque no sabemos ni cómo dirigirnos a ella. Y todos nosotros, en mayor o menor medida, según cumplimos años, vamos siendo discapacitados visuales.
La mente entonces empieza a recordar y van apareciendo diferentes aspectos que hace que no nos identifiquemos con la persona anterior. Yo antes veía, ahora no. En esa nueva realidad, mostrarnos capaces de seguir sin ayuda, aprender a pedirla, intentar leer o aprender a manejarnos con lupas, programas de voz y otras herramientas, cosa que no es fácil. Se trata de crear un nuevo universo y conformarnos con ver con los restos visuales es lo que nos queda para poder trabajar con esos pensamientos recurrentes que nos hacen comprobar que día a día, olvidamos aquello que antes reconocíamos y apenas nos acordamos de cómo era ésto o aquéllo.
La pérdida está ahí. Ya nunca más volveremos a ver igual, nunca, y eso, hay que tragarlo, digerirlo, asimilarlo. Aparece un cocodrilo y no sabemos si viene de frente o de cola; en ambos casos, nos va a matar. El individuo que antes era alegre pasa por estadios de tristeza, de desesperanza, de un dolor inmenso que no sabe dónde colocar porque todo el universo conocido desaparece pero el dolor cada vez es más intenso pues además nos hace entrar en el túnel de lo desconocido. Se trata, en principio, de elaborar un panorama sin datos, de viajar sin hoja de ruta, esto también debe suceder para poder seguir adelante”
En este sobrio y conmovedor relato descrito por Ana María de Luis, madre de dos hijos afectados por Stargardt, presidenta de D.O.C.E, de lo que sucede en el proceso de perder la visión, la de su hijo de dieciséis años, se muestra como la tragedia y el trauma se instauran inexorablemente y sin ruído. Diríamos que la tarea del discapacitado y sus seres queridos consistirá en tener el valor de poder hablar de este dolor, de lo que supone prescindir de la fuente libidinal que supone la visión de los rostros de las personas amadas, de sus movimientos, de sus gestos, de sus cuerpos, en hacer el duelo de no saber cómo le miran a uno esas personas amadas, en levantarse una y otra vez para abordar el trabajo ciclópeo y abrumador de organizar y familiarizarse con un universo que sigue siendo el mismo pero que ha cambiado totalmente y donde la espacialidad y la temporalidad deben constituírse por otros signos a los que no se les había prestado mayor atención pero que ahora son fundamentales.
El discapacitado visual debe aprender a ver “por los oídos”o por otros órganos. Y en este momento necesita mucha ayuda, toda la ayuda, la de sus seres queridos, la de los amigos de siempre, la de quienes como él le han precedido en el doloroso camino.
Y en este proceso, la representación palabra es esencial pues las fuentes de la representación cosa ha perdido uno de sus principales bastiones. El yo-piel debe ser reconstituído, reinventado. En algún momento de ese recorrido esa nueva piel se convierte también en receptora de nuevas satisfacciones, de reconocimiento del universo, de un universo que ha cambiado pero que en esencia es el mismo.
Pedro Gil Corbacho
Médico